Recuerdo con total claridad el día que vendí mi alma al diablo. Fue en una de esas jornadas casi otoñales en las que la decadencia de la naturaleza acaba por impregnar hasta el último rincón material y espiritual. Fue en una de esas tardes en las que la luz mortecina del final del verano confiere intensa belleza a las sombras acechantes. Fue un 17 de septiembre de hace ya mucho, muchísimo tiempo.Había leído bastante sobre el asunto. En principio no era un buen candidato para encomendarme al Señor de lo Oscuro, ya que nunca había creído ni en sectas ni en religiones ni en energías sobrenaturales. En realidad no creía en nada, y esa circunstancia era positiva, en tanto ser carente de cualquier fe. Pero el hecho de no estar demasiado convencido de la existencia de un principio de malignidad total, que por desgracia implicaba la posible existencia de todo lo contrario, tampoco obraba demasiado a mi favor.No obstante, decidí probar. Las circunstancias de la vida se habían empeñado en volverse contra mí. No tenía mucho que perder, pero sí mucho que ganar, pervirtiendo a las piadosas voces que tanto afán ponían en alejarnos de determinados conocimientos prohibidos.Para ejecutar el ritual era necesario un juego de seis velas negras, una biblia mancillada, hollín o ceniza para dibujar el pentáculo, una pequeña campana con la que interpretar los nueve tañidos y, por supuesto, un espejo.La ceremonia debía ser privada, y los libros hablaban de la posibilidad de presentarse a las deidades oscuras vestido o desnudo. Como en la casa donde vivía en aquel tiempo hacía ya cierto frío, decidí presentarme al diablo elegantemente ataviado, no sin antes degustar un exquisito vino de mi bodega. El ritual debía evitarse en caso de ebriedad, pero una copa de buen vino, lejos de inducir a la confusión, no servía sino para tomar conciencia de lo trascendente del acto.Recuerdo que la tarde se volvió más oscura por la llegada de una imprevista borrasca. Fue entonces cuando decidí comenzar. Dispuse las velas sobre una tira de terciopelo a lo largo de la pared norte de la estancia. Tras ellas apoyé el espejo. A un lado dejé la biblia invertida y a otro la campana. Tracé el pentáculo en el suelo y, una vez terminado, me situé postrado en su mismo centro.Mientras encendía las velas recuerdo que empezó una tormenta inusitadamente violenta. El final del verano siempre venía acompañado de fenómenos como este. Las masas de aire frío provenientes del Atlántico se condensaban al contacto con las áridas mesetas en las que los pobres mortales pasaban sus inicuas vidas.Cuando las seis velas estuvieron encendidas, el viento del exterior empezó a agitar con violencia las contraventanas. Lejos de preocuparme, me pareció una circunstancia bastante favorable. Siempre había apreciado la violencia atmosférica, y el acto que iba a tener lugar parecía más propicio por el hecho de tener lugar en medio de una intensa tempestad.Siguiendo los antiguos textos, agité la pequeña campana nueve veces, tras lo cual leí la invocación inicial. Mi voz sonó extraña cuando proclamé lo siguiente:Salve Satanas, Salve Satanas, Salve SatanasIn nomine die nostri satanas luciferi excelsiPotemtum tuo mondi de Inferno, et non potest Lucifer ImperorRex maximus, dud ponticius glorificamus et in modos copulum adoramus teSatan omnipotens in nostri mondi.Domini agimas Iesus nasareno rex ienoudorumIn nostri terra Satan imperum in vita Lucifer ominus fortibusObsenum corporis dei nostri satana prontemReinus Glorius en in Terra eregiusLuciferi Imperator omnipotensSalve Satanas, Salve Satanas, Salve SatanasLa invocación continuaba en latín, pero para mayor comodidad traduciré desde este punto a vuestra lengua bárbara.En el nombre de Satán, Señor de la Tierra, Rey del Mundo, ordeno a las fuerzas de la oscuridad que viertan su poder infernal en mí. Abrid las Puertas del Infierno de par en par y salid del Abismo para recibirme como hermano y amigo.Concededme las indulgencias de las que hablo. He tomado Su nombre para que haga parte mía. Vivo como las bestias del campo, regocijándome en la vida carnal. Favorezco al maldito y maldigo al justo. Por todos los Dioses del Averno, ordeno que lo que yo digo ha de suceder. Para ello salid y responded a vuestros nombres manifestando mis deseos.Entonces me di la vuelta hacia el sur y grité el nombre de Satán. Luego giré hacia el este y susurré el nombre de Lucifer. Después volví al norte y me referí a Belial. Finalmente me dirigí al oeste y aullé ¡Leviatán!Los cuatro príncipes de la corona infernal se correspondían con los cuatro elementos fundamentales. Fuego, aire, tierra y agua. El rito tenía mucho de esotérico, de comunión con las fuerzas ancestrales y destructivas que mueven la naturaleza. Una sensación de ebriedad empezó a extenderse por mi cuerpo tras haber pronunciado el nombre de Leviatán. La lluvia había arreciado en el exterior, mientras un rosario de rayos y truenos desgranaba los segundos de esa tarde que iba convirtiéndose en acogedora noche.Así que continué con la parte más personal de la ceremonia. Era necesario entrar en contacto con las esferas oscuras mediante una declaración de disponibilidad absoluta. La luz de las velas negras tembló imperceptiblemente cuando leí el siguiente párrafo.Poderoso Satán, antiguo Señor del mundo, hoy estoy ante ti para declarar y confirmar mi alianza contigo. Desde hoy he tomado tu nombre como parte de mí mismo. Siempre ha sido así, pero he vivido mucho tiempo ignorante de mi naturaleza. Estoy agradecido de saber quién y qué es lo que soy. Poderoso Satán, estoy ante ti con todo lo que tengo. Te ofrezco mis dones y aptitudes, mis talentos y capacidades, mis habilidades, mi vida. Y aun así no tengo nada que ofrecer que no haya sido tuyo desde el Principio, ahora soy consciente de toda esta circunstancia.¡Shemhamforash!Tras unos segundos de silencio repetí la invocación del comienzo como forma de finalizar el sacrificio: ¡In nomine dei nostri Satanas Luciferi Excelsi!Entonces se apagaron al unísono las seis velas negras. Una extraña luz comenzó a surgir del espejo en el que hasta entonces me había visto reflejado. Se trataba de un resplandor lechoso que iba creciendo lentamente. No creo que fuera el reflejo de los rayos, pues la tormenta había amainado al poco de acabar la lectura del manifiesto. En cuestión de minutos, fascinado por lo que estaba ocurriendo, la habitación se vio inundada por esa luminosidad blanquecina, levemente azulada. La sensación de euforia que me había acompañado a lo largo del ritual se vio transformada en una inmensa calma.Fascinado, decidí esperar acontecimientos.El resplandor siguió aumentando en intensidad hasta convertirse en luz cegadora. Llegó un momento en el que tuve que cerrar los ojos deslumbrado por la fuerza de esa luz. Permanecí así un tiempo indefinido. Consciente únicamente de los latidos de mi corazón, del rumor que presagia el movimiento del planeta. De la dinámica atmosférica y el roce de los millones de cuerpos copulantes y agonizantes que animan la faz de la Tierra.Cuando volví a abrir los ojos la habitación había quedado sumida en las tinieblas. Salí de ella y me dispuse a dar un largo paseo por los bosques próximos a mi propiedad. La noche era espléndida. Las bestias no parecían sorprenderse por mi presencia.Desde aquel intenso septiembre de 1507 vivo rodeado de prodigios y libre de arrepentimiento por los siglos de los siglos.
fuente: Diario impresentable